Arturo
Román. 25 años. Estudiante de Historia del Arte. Se come la última uva y le da
un beso a su madre. Dice eso de feliz año, bla, bla, bla, y brindan con
champán. Poco. Tiene que conducir. Se pone la gabardina y revisa los bolsillos.
Cartera. Móvil. Tabaco. Mechero. Dinero. Llaves de casa. Llaves del coche.
Mando del garaje. Dice: adiós, madre. Y ella: diviértete.
Se
ajusta la corbata en el espejo del ascensor. Sale a la calle. El nuevo año ha
traído una espesa niebla. Arturo Román se sube las solapas de la gabardina.
Saca la llave de la verja del jardín. Chirría.
El
jardín está vacío. Las farolas fosforecen entre la niebla. Arturo Román pulsa
el mando del garaje. La puerta metálica se abre lentamente.
Garaje
apagado. Enciende la luz. Camina hacia la segunda planta. Oye el eco de sus
zapatos y el chisporroteo de la electricidad. No llega ni a sacar las llaves
del coche. Hay, en el suelo, una mujer decapitada.
Mareo.
Arcadas. Después miedo. Posibilidad de que haya alguien acechando. Da media
vuelta y echa a correr. Grita. No se da cuenta de que está gritando. Sale por
la puerta del garaje. Se cae a los pies de una farola. El jardín sigue en
silencio. La niebla flota, densa, compacta. Arturo Román acierta a sacar el
móvil. Llama a la policía.
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